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Los niños y adolescentes participantes se dividieron en grupos para el desarrollo del proyecto. Fotos: cortesía Gladys Bernal.

 

Un proyecto de formación activa y de extensión solidaria de la Sede unió la ciencia y el juego en Isla Fuerte (en el departamento de Bolívar) e involucró a 25 niños en un proceso de educación ambiental sobre el funcionamiento de su entorno, de manera divertida y participativa. 

Era un día del 2019 y la temperatura aproximada en Isla Fuerte era de 30°C. Al aire libre y bajo el caluroso sol instalaron una carpa y entraron en ella algunos jóvenes universitarios y niños. Aunque atípico, ese fue un escenario de simulación para la enseñanza como parte del proyecto Estrategias innovadoras para educación ambiental en poblaciones marginales de la región Caribe insular.

Adentro, recuerda Juan Esteban Quintero Marín, uno de los tutores del proyecto, “con ese calor tan horrible y en esa oscuridad”, los estudiantes —niños y adolescentes entre 7 y 16 años, aproximadamente— aprendieron el ciclo de nutrientes del suelo en el que participan microorganismos que, para degradar materia orgánica, requieren de temperatura y humedad.

Ese tipo de experiencias, cuenta Luis Alejandro Matosa, de 12 años y uno de los participantes, “me parece interesante porque uno se va desarrollando más en el aprendizaje, porque conocemos cosas que antes no sabíamos y también por diversión”.

Uno de los juegos que más ha disfrutado es uno en el que “guindaban (colgaban) cartulinas con huecos. Había pelotas y había que meterlas en cada uno”. Ese, específicamente, explica Juan Esteban, hizo parte de una carrera de observación y sirvió de método para explicar la fotosíntesis. En el papel que menciona Luis Alejandro había un árbol pintado y tanto en su copa como en el tronco había agujeros. Las bolas eran amarillas y representaban fotones.

También estaban colgadas del árbol pelotas azules y rojas que simulaban moléculas de hidrógeno (H2O) y dióxido de carbono (CO2) presentes en la atmósfera. “Las lanzaron a los huecos junto con nutrientes del suelo representados por canicas”, cuenta. Además, ilustraron el crecimiento paulatino de la planta y aprendieron que, a medida que esto sucede en la realidad, se produce oxígeno (O2).

De esa manera “los niños interiorizaron que para el proceso de la fotosíntesis las plantas necesitan luz, nutrientes del suelo, CO2 y H2O, que se produce oxígeno y biomasa, que son las hojas, ramas, tallo, tronco, flores y frutos”, dice Juan Esteban.


Otras veces, otros conocimientos, siempre guardianes de la Isla

Hubo otras ocasiones en que la Isla se convirtió en una especie de laboratorio donde se dispusieron varias estaciones en las que los niños realizaron experimentos científicos y conocieron conceptos sobre clima, vegetación, geología, residuos sólidos, entre otros. La idea de armar la carpa para explicar el ciclaje de nutrientes fue una estrategia que hizo parte de ese ejercicio.

Alguna otra vez, los niños participantes formaron lluvia en un vaso, cuenta la profesora Gladys Bernal, del Departamento de Geociencias y Medio Ambiente de la Facultad de Minas de la Sede y líder del proyecto: “pusieron agua caliente abajo y un plato con hielo arriba, y notaron cómo la diferencia de temperatura condensa el agua, la convierte en vapor y finalmente cae”.

Aunque habituados a observar el azul infinito del mar, los niños también entendieron algunos de los que, hasta entonces, eran misterios para ellos. ¿Una ola? La produjeron con un lazo cuyos extremos movieron dos personas que, alternadas, lo llevaron hacia arriba y hacia abajo. De esa manera aprendieron que en las olas viaja energía, pero no materia.

Durante otra jornada se realizó una carrera de observación por un sector de la Isla. Se llamó la Ruta del Sol y hubo cuatro tramos en los que, gracias a esa estrella que gira alrededor de la tierra, pudieron guiarse sobre distintos procesos del ambiente. Por ejemplo: en un trayecto se partió de explicar que la energía del sol genera el viento y este, a su vez, origina las olas y ellas, en las costas, generan corrientes que pueden transportar sedimentos y erosionar las playas, según la docente Bernal.

El equipo, compuesto por ella, los profesores Ligia Urrego de la Facultad de Ciencias Agrarias, Sergio Restrepo de la Facultad de Minas y unos 10 estudiantes de distintos programas de ingeniería de la UNAL Medellín, ideó juegos teniendo en cuenta los conocimientos previos y los gustos de los niños, pero también para mostrarles el rol que ellos pueden desempeñar en su territorio, “porque son el futuro y quienes a largo plazo pueden generar cambios en la comunidad”, agrega.

Una de las acciones fundamentales en Isla Fuerte es la conservación de los manglares, que han sido sometidos a la destrucción. Sobre ellos Alejandro dice que aprendió que representan “protección de olas grandes o de tormentas para la zona costera”. Antes, cuenta Juan Esteban, por lo general integrantes de la comunidad escolar de la Isla tenían otro imaginario y era común que algunos se refirieran a ese sistema de árboles bajos que crecen en el agua salada como el ‘aguapuejca’.

Los guardianes de la Isla es un juego de mesa que creó el equipo y que convierte a los participantes en protectores de su territorio ante riesgos ambientales. En términos generales, los jugadores deben adquirir recursos, que son fichas que representan monedas que deben conseguir y cuyas ‘denominaciones’ son: vegetación, fauna, hábitat y cultura. Estas las deben ubicar en un tablero.

El tablero tiene casillas de distintos colores y, según donde caigan las fichas, cada jugador toma una tarjeta que plantea una situación sobre la cual debe tomar decisiones. También hay una de amenaza que plantea, por ejemplo, una tormenta. Lo que enseñan es que, si los participantes no tienen claro un plan para mitigar dificultades o amenazas como esa, pueden perder recursos. Lo que destaca la profesora Bernal es que esta estrategia didáctica está diseñada para que gane el grupo, no solo una persona.

La creatividad fue el gran eje del proyecto y, en el diseño de los recursos lúdicos dispuestos para el primer acercamiento, el equipo trabajó junto con una facilitadora de la Isla y contó con el acompañamiento de la Institución Educativa de Isla Fuerte.


Aprendizaje mutuo

La idea de ejecutar el proyecto la tuvieron la profesora Bernal y el docente Restrepo. Para ella es valioso y satisfactorio llevar la ciencia y el hecho de aproximarse al conocimiento de una manera distinta “con cosas tan cercanas como la Isla en la que viven, que se volvió como un parque de aprendizaje”.

Durante el proceso, Juan Esteban —ahora egresado de Ingeniería Geológica— no solo se dedicó a enseñar sino también a aprender. Entre las cosas que destaca es que la ciencia no se debe quedar en las universidades y que esta “no se trata de imponer una realidad sino de cambiar una percepción”.

También, “que la única manera de compartir el conocimiento no es solo publicando un artículo científico sino también conversando con la gente”.

El proyecto inició el 7 de junio de 2019. El juego y la participación fueron pensados como su ADN y eso, dice Alejandro, es lo que extraña, porque ante la pandemia por covid-19 el programa ha debido volcarse a las estrategias digitales.

(FIN/KGG)

3 de agosto de 2020